La Zarzuela se ha unido a La Moncloa y Génova en la apuesta total y sin ambages por la mano dura contra la Generalitat en su aventura por la independencia. En una intervención sin precedentes en una monarquía parlamentaria en la que el rey no tiene poderes políticos –ni puede tenerlos en Europa en el siglo XXI–, Felipe VI ha pronunciado un discurso durísimo sin espacio para dar ninguna opción al diálogo con los nacionalistas catalanes en lo que es en la práctica una declaración de guerra a la Generalitat que preside Carles Puigdemont.
Los que confiaban en un llamamiento al diálogo, por genérico que fuera, como forma de solucionar esta crisis tardaron sólo unos segundos en darse cuenta de que no habría tal cosa. El tercer párrafo del texto del discurso cortaba de raíz esa posibilidad: «Con sus decisiones, han vulnerado de manera sistemática las normas aprobadas legal y legítimamente, demostrando una deslealtad inadmisible hacia los poderes del Estado».
Lo que vino después iba en la misma línea. «Quebrantado los principios democráticos», «socavado la armonía y la convivencia», «menospreciado los afectos y los sentimientos de solidaridad», «poner en riesgo la estabilidad económica y social de toda España».
El rey es el jefe del Estado y miembro de una dinastía que comenzó a gobernar en España a principios del siglo XVIII tras una guerra que tuvo su epílogo precisamente en Cataluña. Era obvio que Felipe VI estaba obligado a defender con pasión la unidad de España, y por ahí no hay ninguna sorpresa ni decepción. Pero el discurso fue también una apuesta política por una forma concreta de solucionar esta crisis que pasa de forma literal por las posiciones que han expresado el Partido Popular y Ciudadanos.
El rey toma partido y lo hace por la derecha. Sus palabras suponen una enmienda a la totalidad de las posiciones mantenidas por Podemos en esta crisis. En lo que se refiere a una posible negociación, son también un rechazo completo a la petición que hizo Pedro Sánchez a Mariano Rajoy para que dialogue de forma inmediata con Puigdemont.
Lo único que le faltó al monarca fue ordenar la aplicación del artículo 155, la detención de los dirigentes de la Generalitat y la convocatoria de nuevas elecciones en Cataluña. Quizá Rajoy se haya comprometido ya a hacer eso. Si no es así, el presidente del Gobierno ya sabe por dónde respira la monarquía.
Los independentistas caminan hacia la independencia a través de una insurrección política y en la calle. Tenían que contar con esta respuesta y pensarán que les favorece. Habrá que suponer que redoblarán su apuesta en la calle.
Aquellos que creen que policías, fiscales y jueces no pueden solucionar por sí solos problemas políticos graves, o los que estiman que repetir que la ley hay que cumplirla no sirve de mucho si la legitimidad del sistema político está cuestionada, deben saber que hoy el rey les ha repudiado. Su apoyo a la monarquía, o su tolerancia a la presencia de un rey en la jefatura del Estado, se ve sometido desde hoy a una prueba difícil de aceptar.
La confrontación en el conflicto catalán está asegurada y sería estúpido pretender que vaya a limitarse al campo institucional o a los tribunales. Estamos dando pasos hacia un horizonte que nunca pensamos que llegaría. Las escenas violentas que se vieron el domingo no serán las últimas. Cuando se utiliza un lenguaje de guerra, nadie debe sorprenderse de que tenga consecuencias.
Fuente: Iñigo Sáenz de Ugarte
Tristeza, desesperanza, miedo
Escribo desde la tristeza. La que me producen las imágenes de policías y guardias civiles golpeando a gente que quería votar en Cataluña el pasado domingo, 1 de octubre. No soy de los que pueden digerir sin problemas este tipo de escenas bajo el pretexto de que la ley y el orden deben mantenerse a toda costa. A los policías y soldados de los Estados se les concede el monopolio de las armas, pero eso conlleva una gran responsabilidad para los gobernantes que los dirigen y también para ellos: la de no provocar altercados mayores de los que pretenden evitarse, la de actuar con mesura y proporcionalidad. No se puede perseguir a disparos por las calles al ladronzuelo que acaba de robarle el bolso a una anciana: eso es de primero de Academia de Policía en cualquier país civilizado. De ahí el escándalo de tantos periodistas y políticos europeos ante lo ocurrido el domingo en Cataluña.
Escribo desde la desesperanza. El reparto de estacazos del domingo consumó el divorcio político y emocional entre una amplia cantidad de catalanes y el conjunto de España. Eso no se traducirá a corto plazo en una Cataluña independiente y quizá no se traduzca nunca. El Estado español es muchísimo más poderoso que ellos. Si es menester, puede enviarles tanques y bayonetas. Pero no soy de los que quieren mantener a la fuerza a alguien en una familia, un club o un Estado, prefiero que las asociaciones sean voluntarias, fruto del afecto y/o el interés.
El divorcio hubiera podido evitarse. Si el PP y sus empleados en el Tribunal Constitucional no se hubieran cargado un Estatuto de autonomía para Cataluña laboriosamente pactado y aprobado. Si la derecha españolista no hubiera respondido al ascenso del nacionalismo estelado con el hooliganismo de la catalanofobia, la guerra de las banderas y el “¡A por ellos!”. Si el vago e incompetente Rajoy no se hubiera enrocado desde hace años en el inmovilismo político, el huero cacareo de la ley es la ley y el peligroso juego de enviar fiscales, jueces y guardias a aplicarla a rajatabla frente a un par de millones de personas. (Como dijo Manuela Carmena en El Intermedio a propósito del movimiento a favor de la objeción de conciencia, no es sensato intentar imponer el Código Penal a un colectivo multitudinario). Y, desde luego, si en vez de ordenar a los antidisturbios que repartieran mandobles, Rajoy hubiera dejado que se desarrollara pacíficamente una jornada que él mismo predicaba a diestro y siniestro que no servía para nada, que no tenía la menor repercusión legal, que era un paripé.
Incluso con todo esto, el divorcio también podría haberse intentado evitar con un PSOE mucho más comprometido a liderar una tercera vía para reformar a fondo la Constitución y pactar un nuevo modelo de relación –verdaderamente federal o hasta confederal– entre Cataluña y el conjunto de España. Pero a Pedro Sánchez le faltan visión y valentía para convertirse en una especie de nuevo Adolfo Suárez, el político audaz que lidere una colación de fuerzas progresistas para efectuar una Segunda Transición; desde la ley a la ley, sí. También es cierto que su partido está repleto de dirigentes que, amén de tan españolistas como el PP y Cs, se sienten muy cómodos con el régimen del 78; supuestos socialistas que no se soliviantan por los desahucios, los despidos, los abusos de bancos y eléctricas, los recortes de libertades y derechos, pero sí por la puesta en cuestión de la forma tradicional de unidad de España.
Escribo desde el miedo. El miedo a que prosiga adueñándose de España el autoritarismo del Esto es lo que hay, no lo pensamos cambiar y si no te gusta vete a Rusia antes de que te encarcele, algo que ya conocí en los primeros 21 años de mi existencia, los que viví bajo la dictadura de Franco. El miedo a que me castiguen con el aislamiento social, la persecución fiscal y la Ley Mordaza si disiento del statu quo o tan solo bromeo al respecto. El miedo a que Cataluña únicamente siga en España bajo una especie de Estado de Excepción. El miedo a que el PSOE continúe actuando paralizado por los editoriales de la unánimemente conservadora prensa impresa madrileña. El miedo, en definitiva, a que España vuelva a ser irreformable, a que la ultraderecha siga envalentonándose e imponiendo su agenda, a que mi país, Europa y el mundo se asemejan cada vez más a los años 1930.
Visité la pasada semana a mi amigo y maestro Juan Goytisoloen Larache. Descansa junto a Jean Genet bajo el sol marroquí y frente a la inmensidad azul del Atlántico. No puedo dejar de pensar en el disgusto que todo esto le provocaría.