Seamos justos, en la izquierda pasa lo mismo, salvo que los temas suelen ser otros. El debate acerca de la clase trabajadora suele ser uno de esos campos donde, más que un acercamiento diáfano a la cuestión, lo que se dirime son las necesidades de grupos y corrientes por hacerse un hueco en el mercado de lo político. Es decir, que a los trabajadores se les niega, se les reduce, se les silencia o bien se les endiosa o se les convierte en un fetiche esperando de esta forma que nuestras posiciones concuerden con el cuadro que hemos pintado, cuando justo debería ser al revés, primero va el paisaje, luego nuestra representación pictórica y más tarde nuestra crítica al cuadro.
Escribir este artículo tiene dos motivaciones: una general, que creo compartida y otra particular, que creo de interés. La clase trabajadora cada vez tiene una relación más distante con la izquierda, más cercana con la derecha y, lo peor, más distante de sí misma. No es nuestro contexto y el auge de Ciudadanos, no es el otoño rojigualdo, no es una tendencia electoral: es, por desgracia, un problema que se repite en todos aquellos países donde los trabajadores y sus organizaciones fueron parte significativa de la política nacional. La segunda motivación es que he escrito un libro al respecto, La trampa de la diversidad, cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora, que aparecerá en Akal en mayo del presente año y que aprovecho para presentar a las lectoras y lectores de Mundo Obrero. Tengo la confianza sincera de que les resultará de utilidad para entender no sólo cómo hemos llegado hasta aquí, sino para salir del atolladero.
No se trata, cabe recordar, de que el socialismo apele a los obreros por una cuestión de humanismo, sino por una razón de necesidad: su posición en el sistema productivo capitalista no sólo les convierte en la clase que mueve el mundo, sino en la clase que puede transformarlo
No hace falta que explique a la audiencia comunista que se asoma a estas páginas cuál es la importancia de la clase trabajadora como sujeto histórico de cambio. No se trata, cabe recordar, de que el socialismo apele a los obreros por una cuestión de humanismo, sino por una razón de necesidad: su posición en el sistema productivo capitalista no sólo les convierte en la clase que mueve el mundo, sino en la clase que puede transformarlo. Que su situación sea más o menos cómoda, más o menos difícil, dependiendo en esencia del éxito de sus luchas, no es en último término lo que marca su importancia política: su fuerza como posibilidad existe independientemente de precariedad o bienestar.
Para afrontar el debate sobre la clase trabajadora podemos hacer tres aproximaciones. La primera, la más común, es interrogarnos sobre su naturaleza. Qué le da carta de realidad más allá de su abstracción teórica, qué cambios ha sufrido en su composición en las últimas décadas, que divisiones podemos encontrar en su seno, es decir, quién conforma la fuerza de trabajo. El interés de este aspecto es esencial y debería moverse más en el campo de las cifras que de las palabras o las opiniones. Mientras que el capitalismo conoce a la perfección de qué fuerzas dispone para mover la maquinaria, los comunistas deberían conocer bien quién compone su ejército de cambio histórico. Por desgracia no han sido pocas las voces dentro de la izquierda que han leído los cambios como desaparición o incapacidad -en este caso siempre recomiendo visitar Atocha un lunes a las ocho de la mañana- o, reaccionando a esta desconfianza, han hecho de la clase un sujeto idealizado, ausente de contradicciones y a un paso de la santidad militante -en este caso siempre recomiendo haber participado en la preparación de una huelga en una mediana empresa-.
La segunda aproximación que podemos hacer es desde el campo en el que opera el propio concepto de clase, el laboral. Si en el anterior epígrafe nos vendrían bien sociólogos del trabajo en este nos harían falta sindicalistas. Cuáles son las condiciones en las que se desenvuelve la clase trabajadora, cuál ha sido la evolución de los salarios respecto a las horas y la productividad. Cuántos parados hay realmente, cómo se distribuye el desempleo por sexos, territorios, ramas de actividad y edades. Qué son los falsos autónomos, cuántos contratos se respetan, dónde quedó aquello de pagar las horas extras o mejor, no hacerlas hasta que se contrate más personal. Por qué los sindicatos parecen seguir funcionando en las grandes empresas y la administración pública pero les cuesta entrar en los nuevos sectores. Cuál es la relación que mantienen los trabajadores con la vivienda, con las pensiones, con la economía sumergida. En definitiva, si primero necesitamos conocer a los protagonistas de la batalla después necesitaremos dibujar los mapas donde se desarrolla la confrontación.
La tercera aproximación, la más desconocida y olvidada, es donde entra en juego este artículo y el libro que les presentaba hace unos párrafos: ¿por qué la identidad de clase trabajadora es un valor en retroceso?¿Cómo se construye esa identidad, cuáles son las relaciones entre el hecho material y su percepción como idea? O bajando un peldaño más ¿por qué hablamos de identidad y no de ideología?
La clase media, que no es una clase en sí misma, sino un agregado de estatus, profesiones y poder adquisitivo, colonizó identitariamente por mecanismos culturales al resto de clases a partir de mediados de los noventa
La ideología no es más que una respuesta ordenada para emparejar unos intereses con unos retos, unas metas con sus resistencias. La aceptación de una ideología concreta no depende, tan sólo, de lo afinada, práctica y consistente que resulte en sí misma, sino de si los intereses o las metas que plantea son percibidas como suyas por los grupos sociales a quienes interpela. ¿Qué es lo que marca la capacidad de representación, es decir, la coincidencia entre objetivos propuestos por la ideología y la voluntad de quienes han de llevarlos a cabo? El quiénes somos, la identidad.
Retomemos la metáfora bélica. Los imperios clásicos libraban dos tipos de guerra, una de exterminio y otra de conquista. Roma despedazando a Cartago y cubriendo de sal su tierra es ejemplo de la guerra de exterminio, de la necesidad de acabar definitivamente con un enemigo simétrico que compite por unos mismos nichos. La segunda, la guerra de conquista, es diferente, es la necesidad, más que de la derrota de un enemigo, de la dominación de un territorio para obtener unos beneficios utilizando a su población. Lo crucial en ella no son las batallas ni los asedios, la guerra en sí misma, sino la conquista posterior. El primer paso solía ser la ejecución o el desprestigio de los líderes o figuras de autoridad del territorio usurpado, dejar a los invadidos sin una dirección efectiva. La segunda etapa sería la de quemar los símbolos tribales o nacionales, quebrar las formas autóctonas de pensar y organizarse. El tercer paso sería implantar un nuevo idioma, una nueva moneda, una nueva religión. Por último dar dádivas a la población colaboracionista para construir el aliado interno, los nuevos líderes, enmascarar la dominación y por tanto hacerla exitosa.
¿Y sí la clase trabajadora hubiera sufrido una guerra de conquista de la que nadie parece haberse querido dar cuenta?¿Y si su identidad, una compleja mezcla entre materialidad y cultura, hubiese sido sustituida por otra que nublara su percepción entre los intereses y la forma de conseguirlos, esto es, la ideología? De ahí que nuestro mayor interés, cuando planteamos que la izquierda pierde posiciones, no debería ser sentarnos a pensar en el vacío qué es lo que se hace mal -como si hubiera acaso una forma discursiva, electoral, publicitaria de hacerlo bien- sino por qué, cómo y cuándo esa identidad de clase ha sido vaporizada y por qué ha sido sustituida.
Un par de pistas, como el camino de baldosas amarillas que Dorothy sigue en Oz.
Primera: Thatcher, en su discurso de aceptación del liderazgo del partido conservador del Reino Unido, en 1975, nos dio la clave. Unequal puede significar desigual, pero también diferente. Su unequal perseguía la desigualdad, volver a situar la relación capital-trabajo en un estado anterior a 1945, pero nos fue presentado como una amable diferencia. Mientras que los malvados socialistas conspiraban para homogeneizarnos, el capitalismo garantizaba nuestra diversidad. Enriquecerse bajo un sistema de explotación del trabajo empezó a verse como algo positivo. Gracias a esta trampa que da título a mi libro las desigualdades sociales empezaron a leerse como diferencias positivas que nacían del esfuerzo individual. Sin embargo, el verdadero cambio llegó un par de décadas más tarde, no a través de Thatcher y Reagan, sino paradójicamente a manos de sus supuestos antídotos, Clinton y Blair.
Segunda: la clase media, que no es una clase en sí misma, sino un agregado de estatus, profesiones y poder adquisitivo, colonizó identitariamente por mecanismos culturales al resto de clases a partir de mediados de los noventa. Impuso su identidad aspiracional a los trabajadores y sirvió de parapeto a los más ricos para difuminarse tras de ella. Esta guerra de conquista se libró más en las telecomedias que en los parlamentos, en las revistas de tendencias que en los ensayos, mediante el concepto de valores y estilos de vida que a través de legislaciones. Y respecto a lo político tuvo unos resultados terribles para la izquierda: la mayoría de la gente pasó de la acción colectiva a la aspiración individual, empezó a entender su relación con la ideología como una visita al supermercado, donde a menudo no se compra lo que se necesita, sino lo que más nos hacen creer necesitar.
Lo peor es que la política, incluida la de izquierdas, desde la antigua socialdemocracia hasta los espacios donde participaban los comunistas, creyó que la única forma de adaptarse a este nuevo contexto no pasaba por combatirlo, sino por colmar a los votantes-consumidores en su angustia identitaria: Mientras que los movimientos revolucionarios del siglo XX se esforzaron por buscar qué era lo que unía a personas diferentes, el activismo del siglo XXI se esfuerza por buscar la diferencia de las unidades.