La incesante catarata de escándalos de corrupción en la que se ha visto envuelta el partido en el gobierno ha resultado en un giro de guión inesperado: hay moción de censura a la vista, la propone Unidos Podemos, el tercer partido con mayor número de diputados, y a esta hora de la mañana su socio más probable, el PSOE, ya se ha negado.
La moción de censura propuesta por el grupo liderado por Pablo Iglesias requiere de varios condicionantes para triunfar: primero, necesita proponer a un candidato alternativo a la presidencia del gobierno, no necesariamente diputado; segundo, ha de ser apoyada por una mayoría absoluta de diputados, lo que implica negociar con otras fuerzas políticas; y tercero, impide que en lo que resta de sesión parlamentaria se convoque otra (hasta septiembre).
¿Problema para Iglesias? Es un gesto de cara a la galería, porque parece improbable que pueda sacarla adelante. ¿O quizá no es tan problemático?
Hablar de mociones de censura en España es hablar, inevitablemente, de gestos de cara a la galería. Sólo en dos ocasiones se han producido situaciones similares en el parlamento español, y en ambas los partidos que la propusieron no tenían posibilidades reales de tumbar al gobierno. La necesidad de ser «constructiva«, es decir, de reemplazar a un presidente por otro en aras de impedir la mera desestabilización institucional, requiere de complejos pactos y alianzas, los mismo que a lo largo de 2016 se mostraron imposibles.
Pero eso no significa que una moción de censura, hoy ya condenada al fracaso, no sirva para nada. Veamos por qué.
El día en que Felipe González se hizo presidencial
Retrocedamos casi cuarenta años en el tiempo: es 1980 y Adolfo Suárez ha ascendido a la presidencia del gobierno con éxito tras disolver las cortes, convocar unas elecciones constituyentes que él mismo comandó, consensuar una nueva constitución democrática, aprobar el referéndum y volver a salir victorioso de las urnas posteriores.
Pero la situación de Suárez es compleja. Apenas un año después de las elecciones que le permitieron, con el apoyo del Partido Andalucista y de Coalición Democrática, la marca electoral bajo la que se incluyó Alianza Popular (el antecesor del actual Partido Popular, comandado por Manuel Fraga), renovar su gobierno y afrontar la primera legislatura democrática de España, Suárez afronta varias crisis: una económica, muy dura, y otra política, personificada en ETA.
Aquellos años del plomo y de paro habían provocado un descontento generalizado entre el electorado y habían minado muy rápidamente la legitimidad del presidente, que para colmo de males contaba con una plataforma parlamentaria construida a través de remedos democristianos, herederos del régimen franquista y social-liberales de toda clase.
Suárez es un líder débil pero tanto su partido como Coalición Democrática prefieren mantener el gobierno, y si acaso dejar caer al presidente (como ocurriría apenas un año después), antes que enfrentarse al Partido Socialista Obrero Español y a sus posibles aliados, entre ellos el Partido Comunista o partidos independentistas como ERC. Por aquel entonces, el recuerdo del PSOE y del PC entre la derecha está asociado a la clandestinidad y al radicalismo, por lo que la mayoría que respaldaba a Suárez era sólida.
Es entonces cuando Felipe González presenta una moción de censura que juzga condenada de antemano, cosa que no le preocupa: su motivación táctica no es tanto derribar un gobierno que sabe que no puede dinamitar (no tiene escaños suficientes al otro lado del espectro político) como darse a conocer ante la opinión pública. España atraviesa por aquel entonces días de agitación política que vive en directo gracias a la televisión pública, cada día más instalada en los hogares. La moción de censura era ante todo un escaparate.
El juicio de González fue acertado: aunque Suárez esquivó el órdago con 166 votos en contra, frente a 152 a favor, salió tocado. González se presentó como un líder joven, carismático y de envidiable retórica, repleto de ideas frescas y alejado de la idea de un PSOE radical que pudiera espantar al votante moderado. Ganó los debates parlamentarios frente a un Adolfo Suárez que, como líder político, parecía cansado, viejo y rentabilizado.
Un año después, Suárez, en una posición insostenible y acosado tanto por la oposición como por su partido, se ve obligado a dimitir. Durante la sesión de investidura de Calvo-Sotelo, su sucesor, Tejero entra en el Congreso en su golpe fallido. Apenas un año después, González recibiría los frutos de su moción fallida: la mayoría absoluta más espectacular de la historia de la democracia española.
Ocaso y fracaso de Antonio Hernández Mancha
Flash-forward: es 1987 y el PSOE de Felipe González afronta su segunda legislatura al frente de las cortes españolas con una menguada, pero aún cómoda, mayoría absoluta detrás. Tras los años de la reconversión industrial y de la nacionalización de Pamesa, el PSOE adelanta las elecciones y logra revalidar su gobierno ante una oposición descabezada. Coalición Popular (AP) no logra mejorar sus resultados de 1982 y entra en crisis.
Cuatro años después, la derecha española atraviesa una suerte de escenario similar al que afronta la izquierda a día de hoy. Alianza Popular perdía al que ha sido su líder histórico, Manuel Fraga, tras su tercera derrota electoral consecutiva, la más sangrante dadas las expectativas que la previsible pérdida de escaños del PSOE había elevado en el seno del partido. Fraga, ex-ministro franquista, aún tenía un poso demasiado ligado al antiguo régimen, por lo que dimite y deja su espacio para un rostro renovado, el de Antonio Hernández Mancha.
Sin embargo, Hernández Mancha tiene un problema: no lo conoce nadie. La única campaña de primarias que la derecha española ha visto desde entonces, y en la que derrotó a Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, no le otorgaron demasiada visibilidad mediática. Hernández era un discreto diputado del Parlamento Andaluz que había llegado a la arena de la política nacional como senador, tras su designación por la autonomía reglada por la constitución.
Un año después de las elecciones, aproximadamente, Hernández Mancha razona del mismo modo que lo hizo González en su momento: ante un gobierno en progresivo pero aún muy lento declive electoral y en la resaca de la grave crisis económica y social de los años ochenta, el líder conservador necesita un enfrentamiento frontal con González para asegurar a los españoles de su capacidad de liderazgo. Para darse a conocer.
El resultado es una moción de censura contra un gobierno en mayoría absoluta: un fracaso técnico de antemano, pero una oportunidad para que Hernández Mancha acuda al Congreso y debata en abierto contra Felipe González, igualando sus posiciones.
Todo lo que salió bien en 1980 para el PSOE fue un fracaso estrepitoso para Alianza Popular en 1987. González, consciente del propósito de Hernández Mancha, decide no defender su posición al frente del gobierno desde el estrado, negando el debate televisado al candidato popular, y envía en su lugar a Alfonso Guerra. Lo que siguió es un lugar común de la mitología política española: un Hernández Mancha dubitativo e incapaz se enfrentó a la oratoria belicista, poca amiga de los prisioneros y encendida de Alfonso Guerra.
El resultado fue una derrota dialéctica que se saldó con una imagen pública muy disminuida. Hernández Mancha no levantó cabeza durante los años siguientes, y la oposición conservadora continuaría desarbolada y a merced del gobierno hasta su dimisión, la toma de control de Fraga (de nuevo), la refundación de la formación en Partido Popular y, finalmente, la muy gráfica entrega de timón a José María Aznar en 1989, dos años después.
Dos mociones de censura, dos ejemplos: dada la calidad «constructiva» del procedimiento parlamentario, en España su propósito ha sido más mediático que de reemplazo del gobierno. Por ahí acuden los tiros de Unidos Podemos: una moción de censura sin más apoyos que los de uno mismo con objeto, quizá, de acaparar la oposición. La cuestión es si será un 1980 o un 1987 reloaded.