Don’t open, racist inside (No abrir, racista dentro). Así rezaba hace unos días el cofre con el que se había cubierto la estatua de Winston Churchill en Londres. El antiguo mandatario inglés era una de las dianas de los manifestantes que protestaban contra la discriminación racial. Lo hacían después del asesinato de George Floyd en Minneapolis (Estados Unidos) a manos de un policía, en una de las marchas que se extendieron por el mundo al hilo del movimiento Black Lives Matter.
Las autoridades decidieron cubrirlo. Pretendían evitar que pasara lo mismo que con otras figuras abatidas en ciudades norteamericanas o europeas: la voz alzada para denunciar el racismo institucional se ha cebado, además, con personajes del pasado. O incluso con producciones antiguas de cine: la cadena HBO decidió eliminar de su plataforma Lo que el viento se llevó por reflejar estereotipos ofensivos hacia la comunidad negra.
Y el ímpetu ha llegado a España. Jéssica Albiach, presidenta del grupo En Comú Podem (coalición de izquierdas catalana), sugirió hace unos días desmantelar el pedestal levantado a Cristóbal Colón en la plaza homónima de Barcelona. La idea fue secundada este 14 de junio en La Sexta por Teresa Rodríguez, coordinadora de Podemos Andalucía, que añadió: «Y habría que ir a por otros también, que algunas de las grandes fortunas de este país se han constituido en el comercio de esclavos y hay muchas calles de nuestras ciudades, muchas estatuas, hechas a benefactores de la ciudades que sacaban sus fortunas de la trata y el tráfico de esclavos».
«Nos parece una buena idea, por qué no, dejar de rendir homenajes a esas figuras por respeto a personas de otras razas que han sido víctimas de esto en otras épocas», apostilló Rodríguez.
Unas palabras que se han convertido en tendencia y que, junto a la censura de obras cinematográficas, han generado opiniones en medios y debates virtuales: «Llenar las películas de instrucciones de uso, es verdad, tiene el riesgo de que al final vivamos en burbujas cada vez menos plurales que en vez de enriquecerla se limitan a reproducir nuestra visión del mundo. Y en vez de disfrutar con la mente abierta del mayor acceso a contenidos culturales de la historia, las plataformas terminen creando cámaras de eco de filtros autocomplacientes. Ni poner un cartelito que aclare si una película es o no racista soluciona el problema de fondo, ni negarse a ello contribuirá a que el debate avance», apuntaba Marta García Aller en una columna de El Confidencial.
Porque, como esta periodista, mucha gente sospecha que tales decisiones no son eficaces. La revisión de creaciones artísticas pretéritas bajo un prisma actual suprimiría miles de obras que, simplemente, expusieron lo que había. Con otra escala de valores y otras circunstancias. Habría, en todo caso, que contextualizarlas o explicarlas para no repetirlas, opinan. Y habría que fijarse más en el racismo a pie de calle que en el de bloques de bronce. En lo que ocurre en los bares, en los colegios, en el trato laboral o en las oficinas administrativas.
Hace menos de un mes, por ejemplo, saltó la noticia de que el futbolista Keita Baldé se ofreció a pagar por adelantado el alojamiento de 200 inmigrantes subsaharianos. Vivían en chabolas mientras trabajaban de temporeros. Y ningún hotel, incluso avalados por el jugador del equipo francés A. S. Mónaco (catalán de origen senegalés), se prestó a darles techo: daban excusas inverosímiles, más sencillas de pillar en estas circunstancias extraordinarias, sin turismo ni posibles clientes.
O saltaban a la palestra testimonios de abusos policiales. Desde seleccionar solo a extranjeros para pedir documentos en medio de la pandemia hasta vejar a un chico de 21 años en Sabadell. «Yo pude registrar en un audio cómo me pegaron, cómo me insultaron, cómo me hicieron sentir peor que la mierda«, arguye este joven en un vídeo difundido recientemente por Directa. Le sigue la grabación del episodio con los Mossos D’Esquadra (la policía autonómica de Cataluña), que le interpelan: «¿Has visto al demonio tan cerca?», «Tú eres un mono, hijo de la gran puta» o «Puto negro de mierda, racista es poco».
Verónica Argelet da fe de tratos parecidos en su propia piel. Aunque sea blanca. Montó hace dos años El Racó de Vero -un bar en Alcarràs, a 11 kilómetros de Lleida- y empezó a ofrecer platos a un euro. Pronto, sus mesas se llenaron de trabajadores de invernaderos y a ella pasaron a llamarla «la de los negros». Notó esta repulsa vecinal a raíz de la congregación de diferentes nacionalidades en el local.
«Los blancos se iban yendo a medida que entraban los negros. Hasta mis amigos se fueron, me decían que daba mala imagen«, declaraba en un artículo de El País publicado este 14 de junio. «Una vez vino una pareja con un niño y, como todas las mesas de fuera estaban ocupadas, me pidieron que levantara a un negro para poder sentarse. ¡Como si ellos no tuvieran el mismo derecho que cualquiera para estar aquí!», replicaba Argelet, que de repente se ha visto abrumada por los medios y ha preferido no atender a Sputnik.
Lo ha hecho Sara Montesinos, periodista de 30 años de la agencia Talaia. Ella grabó imágenes de grupos autodenominados «patrullas ciudadanas» en Premià de Mar (en la provincia de Barcelona) atacando un piso de menores no acompañados. «Ha habido actos vandálicos por su parte y han sido el caldo de cultivo», cuenta. Durante las últimas semanas, algunos vecinos intentaron acercarse al bloque donde viven. El último fue en la madrugada del día 14, que acabó en un lanzamiento de piedras y con varios inquilinos heridos. «Esto es un pueblo de 30.000 personas y hay mucha gente a la que se la reconoce en los grupos que atacan”, apunta, dando importancia a «la seguridad», pero «sin tomarse la justicia por su mano».
«Si bien es cierto que en España no existe un problema generalizado de brutalidad policial extrema contra las personas que no son blancas, como en Estados Unidos, es innegable que existe un racismo estructural en todos los ámbitos de la sociedad», adelantan en la Fundación Secretariado Gitano enumerando «denegación de bienes y servicios basada en el color de la piel, políticas de control migratorio discriminatorias, discurso de odio racista en redes sociales, malas prácticas policiales como el uso de perfiles étnicos y raciales en las identificaciones, estigmatizaciones racistas en algunos medios de comunicación» o «declaraciones racistas, xenófobas, islamófobas y antigitanas por parte de personas que ejercen cargos públicos».
Todos, razonan, «son ejemplos cotidianos de a lo que se enfrentan las personas que pertenecen a minorías raciales o étnicas en España, que se agravan cuando interseccionan con otros factores como el género, y que impiden el ejercicio de la ciudadanía en condiciones de igualdad». Para ilustrarlo, desde la asociación envían el testimonio de Jennifer Muñoz, una joven gitana de 21 años: «He entrado en tiendas y me he tenido que salir porque te hacen sentir una persona menor, te tratan con desprecio», comenta.
«Ahora sale el antirracismo y todos somos antirracistas. Pero, en realidad, no. Aquí se ve. Hay muchos más casos con gitanos, y no paran. Los españoles y no españoles tienen que ser educados, al igual que a los gitanos nos educan para respetar a un payo que los eduquen a ellos para respetar a un gitano», reclama la residente del barrio de El Pozo del Tío Raimundo, situado en Vallecas, al sur de Madrid.
El colectivo sumó 334 denuncias por discriminación y antigitanismo en toda España durante 2018, un 30% más que en 2017. Cifras que se agregan a las 11.384 expulsiones de extranjeros en 2018 (un 22% más que el año anterior, según un informe del Defensor del Menor) o a las «devoluciones en caliente» de la frontera sur. Por no hablar de los mensajes de odio difundidos en redes sociales por parlamentarios españoles. Y que reflejan, quizás más que las estatuas o las películas, el racismo del día a día. El que no apunta desde un pedestal sino desde el asiento de enfrente.