Jueces machistas, policías violadores y abogados mentirososos

VIOLENCIA SEXUAL

El caso de los policías de Estepona muestra que una mayor sensibilidad de la judicatura en cuestiones relativas a la libertad sexual de la mujer habría evitado el terrible mensaje de impunidad que se traslada a la sociedad

Joaquín Urías 3/09/2022

Violación judicial.

Una madrugada de junio, dos muchachas vuelven a casa en coche con unos amigos. Han bebido mucho alcohol. Cuando una pareja de la policía local las para y las hace volver a casa en taxi respiran aliviadas por haberse librado de una multa. Sin embargo, al cabo del rato, los dos policías se presentan de uniforme en la casa donde se alojan. Los dos agentes se llaman Vicente Peña y Juan Carlos Galván y les doblan en edad. A una de las chicas, la que está más ebria, la fuerzan a consumir cocaína. Luego la amenazan para que se desnude. Uno de ellos la manosea y le introduce los dedos en la vagina. El otro la penetra sin preservativo. Ella, asustada, se deja hacer hasta que su amiga consigue que llegue ayuda.

Inicialmente, la Fiscalía acusa a los dos policías de un delito de agresión sexual y pide para ellos 30 años de cárcel. Más adelante, la muchacha, que lleva cuatro años sufriendo estrés traumático por esa terrible experiencia, siente que no es capaz de volver a revivirla en el juicio. Su abogado anuncia que no van a acusarlos.

El fiscal del caso entiende entonces que se encuentra ante un dilema: si sigue adelante con su acusación, a la mujer no le va a quedar más remedio que acudir al juicio como testigo. Para evitarlo, hace lo necesario para una condena sin juicio: propone un pacto a los policías. Ellos se reconocerán culpables de los hechos, la Fiscalía lo calificará de abuso, en vez de agresión sexual, y pedirá una condena de sólo dos años de prisión. El fiscal, así, le evita un mal trago a la víctima. Sin embargo, al mismo tiempo, renuncia en gran medida a su deber de perseguir los delitos y transmite cierta imagen de impunidad en este tipo de delitos. El acuerdo entre los violadores y el fiscal se presenta entonces ante el tribunal, que lo da por bueno y, sin necesidad de realizar juicio, dicta sentencia condenándolos a dos años, lo que se había solicitado.

¿Era esa la única opción de los magistrados? Según el art. 801 del Código Penal, ante un acuerdo de este tipo, los jueces están obligados a comprobar la conformidad de los acusados. Además, tienen que verificar que los hechos han sido correctamente calificados –es decir, que se condena por el delito correspondiente a lo probado– y que la pena es la adecuada. Si se dan esas circunstancias, tienen que aceptar el acuerdo. Seguramente en este caso, ante la falta de consentimiento de la mujer y las sucesivas penetraciones vaginales, era posible discutir la calificación como abuso sexual en vez de agresión. Los jueces también habrían podido tener en cuenta que la evidente agravante de ser agentes de la autoridad, de uniforme, impedía castigar con esa pena. Pero no lo hicieron.

En nuestro país se ha extendido la mala práctica de aceptar siempre los acuerdos de conformidad entre fiscal y acusados sin usar las atribuciones que ofrece la ley, y así sucedió en este caso.

Aun así, habían sido condenados a dos años de prisión. La ley, nuevamente, permite que el tribunal suspenda las penas de prisión de hasta dos años, de manera que los condenados eviten entrar en la cárcel. No es una obligación, sino una facultad de los jueces. De hecho, la norma dice que sólo debe suspenderse la pena si es razonable esperar que los condenados no vuelvan a cometer nuevos delitos. En nuestro caso, uno de los jueces, el magistrado Pedro Molero, entendió que los dos policías habían demostrado una alta peligrosidad y que, además, estaba en juego el valor de la defensa y la protección de la mujer y de su capacidad de decisión. Así que propuso que no hubiera suspensión y fueran a la cárcel. Sin embargo, los otros dos jueces no consideraron necesario amparar así la libertad general de la mujer. Decidieron librarlos de la prisión y obligarlos solo a recibir un curso de educación sexual.

Ante las tibias críticas a las decisiones judiciales que llevaron a la impunidad en este caso, la derecha judicial ha respondido culpabilizando a la víctima

Hasta aquí los hechos. Es evidente que la decisión de que los dos violadores no entren en prisión la ha tomado libremente un tribunal. Incluso es cierto que, a pesar del reducido margen que les dejaba el acuerdo del fiscal, los jueces podían haber intentado evitar una condena de tan sólo dos años. Resulta razonable invocar este caso como un ejemplo de que una mayor sensibilidad de nuestra judicatura en cuestiones relativas a la libertad sexual de la mujer habría evitado el terrible mensaje de impunidad que se ha lanzado. Sin embargo, si algo hay inconcebible en este caso es la manera en la que públicamente se ha informado y reaccionado a lo sucedido. Ante las tibias críticas a las decisiones judiciales que llevaron a la impunidad en este caso, la derecha judicial ha respondido culpabilizando a la víctima… y a la ministra de Igualdad, Irene Montero. Y ha colado.

Incapaces de aceptar una crítica, muchos de los jueces más populares de Twitter, desde el juez Zipper a Ladycrocs, se lanzaron en tropel a intentar ocultar deliberadamente que la opción de imponer apenas unos cursillos sexuales fuera una decisión libre de unos magistrados. Para tapar esta evidencia pusieron el acento en el acuerdo de conformidad para rebajar la condena a dos años, difundiendo incluso la falsedad de que el juez que no lo obedeciera estaría prevaricando.

En la misma ceremonia de la confusión, uno de los abogados ultraderechistas más populares en Twitter se lanzó al cuello de la directora corporativa del diario Público, Ana Pardo de Vera, y la ministra Montero. La primera había retuiteado un artículo impecable que planteaba que si dos policías violadores son condenados sólo a unos cursillos de educación sexual, tenemos un problema con los jueces. La frase, como se ha explicado, era absolutamente razonable y veraz. Sin embargo este abogado, un tal José María de Pablo, la calificó de ignorante con el argumento falso de que cualquier otra solución hubiera sido prevaricar. Aprovechó para afirmar que con la reciente reforma del Código Penal, la ley del “solo sí es sí”, la pena hubiera sido inferior.

El abogado, presentado a menudo en los medios como un “experto”, consiguió que miles de personas lo creyeran. Ayudó para ello que muchos jueces en ejercicio lo apoyaran públicamente en sus mentiras. Todo vale para ocultar la responsabilidad de los jueces. Por si fuera poco, ante quienes lo pusieron en duda, el mismo abogado falsario invocó un artículo de la ley de enjuiciamiento que dice justo lo contrario. Hemos llegado a una situación en la que basta que un mentiroso con corbata diga “el artículo 787 de la LECrim obliga al juez a aceptar cualquier acuerdo de conformidad” para que miles de ciudadanos y periodistas lo crean, aunque sea evidentemente falso. Si además, en tono leguleyo, dice que por eso la culpa de que los violadores se libren de la cárcel con un cursillo de educación sexual es de Irene Montero, hay masas de ciudadanos que lo asumen a pies juntillas. Aunque en verdad no hayan comprendido un carajo, porque es incomprensible.

Que este abogado es en verdad un manipulador ultraderechista falsamente vestido de experto está fuera de duda. Nuestro problema como sociedad no es la desfachatez de estos falsarios jaleados por los propios jueces. Lo definitivamente dañino para la democracia es la imposibilidad de los medios de comunicación para desmontar estos bulos y ofrecer certezas a la ciudadanía. Siempre han existido noticias falsas, pero lo que caracteriza a los tiempos actuales es la falta de referencias fiables donde contrastar la verdad. Cuando los medios de comunicación se lanzan a la guerra partisana y prefieren dar las mentiras que su público quiere oír, antes que contrastar rigurosamente su veracidad, perdemos ese último asidero de seguridad. Sin medios confiables que resuelvan nuestras dudas, la ciudadanía elige creer al primer cantamañanas que se enfunde el traje y la corbata y se presente como un experto. Caemos en manos de demagogos manipuladores como el abogado de este caso, dedicados a inventar bulos políticamente motivados. Desde la ignorancia, sus adeptos los asumen como verdad absoluta y no se cortan en insultar al gobierno, a las mujeres y a quien se les ponga por delante, creyéndose cargados de razones.

Resulta desesperanzador que recurran a estos mecanismos precisamente quienes deberían ser los garantes públicos de la verdad: los jueces. Gran parte de nuestra judicatura vive aún en el principio autoritario de que es necesario evitar cualquier crítica pública de su actividad. En vez de reconocer sus debilidades, para mejorarlas, y resaltar sus muchas fortalezas, prefiere acudir a la manipulación y defender la falsa imagen de un poder judicial perfecto que jamás comete errores. Tengo mis reservas técnicas respecto a la redacción de la reforma del Código Penal y su eficacia jurídica, pero viendo el impacto mediático de decisiones como la que comentamos no me cabe duda de la necesidad de introducir en los operadores jurídicos un poco más de sensibilidad ante la violencia contra las mujeres. Seguramente hay que reformar la libertad del fiscal para llegar a acuerdos de conformidad en estos asuntos, pero también hay que actuar para que los jueces no pongan en libertad sin más a dos violadores que, casualmente, son policías.

En unos años, si una mujer sufre una violación en la feria de Estepona y acude a denunciarla a la policía municipal, puede que el policía que le coja la denuncia sea uno de estos dos violadores jaleados en las redes y protegidos por nuestros jueces.