Una mujer observa las luces navideñas que iluminan las calles.- Pixabay
La Navidad en este país podría tener los días contados. No se asusten. No se abracen al árbol. De momento, es solo una hipótesis, aunque tenga bases estadísticas muy sólidas.
En las dos últimas décadas, los no creyentes en España nos hemos triplicado. En los dos últimos años, tras la pandemia, hemos crecido más de un 10%. Según el último barómetro del CIS, ya somos el 39,4% entre agnósticos, indiferentes y ateos. Si seguimos la progresión del último año, podríamos ser más no creyentes que creyentes en poco más de cuatro. Entre los menores de treinta y cinco ya rozan el 60%. Así que es solo cuestión de poco tiempo. Este cambio trascendente llegaremos a verlo.
Hay otro dato llamativo sobre los católicos patrios. La Iglesia Católica Española cada año recauda más a través de su casilla en las declaraciones de la Renta, a pesar de que cada vez son menos. Según un estudio de la Fundación Ferrer i Guàrdia, en los últimos veinte años ha caído más de un 25% el número de contribuyentes que la marcan, pero su recaudación por esta vía se ha casi triplicado: 97 millones en 1998, 261 en 2018. Es decir, no es solo que cada vez haya menos católicos en España, es que los que quedan cada vez son más millonarios.
Y con esto no pretendo llamar al odio al católico, ni mucho menos. Lo que quiero decir es que estoy convencida de que cuanto menos creamos en cuentos de hadas, en otra vida, en los pecados y en su perdón arbitrario, más trabajaremos en serio para mejorar la vida que de verdad tenemos, la construida a lo largo de la historia, la herencia más importante que nos dejaron y dejaremos. Ya está bien de quimeras más o menos divinas. Tenemos el mundo que nos merecemos.
Y, dicho todo esto y volviendo a las fechas que nos ocupan, ¿qué pasará con ellas cuando seamos más los no creyentes que lo contrario? ¿Dejaremos de hacer las cosas que hacemos en estos días? ¿Se apagarán las luces? Teniendo en cuenta el incremento exponencial de las iluminaciones navideñas de los últimos años, se diría que todo lo contrario.
Parece que la parafernalia navideña nos gusta a casi todos aunque la Navidad para los no creyentes sea una especie de dilema no resuelto.
Conozco a algunos que saben darle sentido a ir contra la corriente tan navideña como consumista. Viven este periodo haciendo todo lo contrario de lo que hacemos el resto. Sin duda, son más coherentes. Más militantes, podría decirse. Sin embargo, me pregunto si su sacrificio, en caso de que lo sea, sirve o no para algo. A nadie le gusta ser el Grinch de la Navidad, salvo a los que lo son a tiempo completo. La mayoría queremos a gente que cree y queremos que nuestros hijos crean en algo y, para eso, los ritos son importantes. ¿Por qué no intentar reinterpretarlos y hacerles ver que, aunque tienen un origen religioso, van mucho más allá que cualquier credo? ¿Qué tiene de malo ponernos de acuerdo para desearnos buenos deseos, para tener buenos propósitos, para mostrar nuestro presunto mejor yo?
Hay quien cree que eso es una manera de plegarnos al poder omnímodo de la religión más poderosa del globo. Algo de eso hay, por supuesto; pero, más allá de que ellos marcaran la fecha, lo cierto es que hacerlo juntos lo hace más significativo. Genera un sucedáneo de paz que, aunque momentánea y de mentirijillas, nos deja su regusto en la memoria, que sin estas fiestas quizá no existiría. ¿Qué daño puede hacernos marcar un tiempo de amor compartido? ¿No es también dar satisfacción a los que lo impusieron negarnos este gusto, aniquilar los ritos como si solo pudieran ser suyos?
Hagámosla nuestra. Ahora sí, abracemos el árbol, pongámoslo más bonito, más pagano, recuperemos todas esas celebraciones de las que los cristianos se adueñaron, celebremos un año más y un año menos, celebremos lo aprendido sobre vivir mejor, aprendamos a mejorar en eso, a disfrutar en serio, a distinguir lo realmente importante de lo accesorio, a valorar el tiempo y el buen uso de ese nuestro bien más valioso, recordemos que es lo mejor que podemos regalar a los que queremos.
La vida es tan bonita, joder; es tan bonita que no nos hace falta creer en otra; creamos en repartir con justicia lo que tenemos; dejemos de creer en propinas y en limosnas; hagamos planes para aquí y ahora; no nos dejemos engañar por promesas de planes póstumos; vivamos, coño, y vivamos juntos, que no nos roben ni la navidad ni la comunidad ni los sueños; que no nos roben nada de todo eso que ya estaba aquí antes que ellos.