La organización ha superado el horizonte establecido en su fundación como un muro de contención occidental ante la Unión Soviética y se ha consolidado como el ariete geostratégico y militar de Estados Unidos en la arena internacional.
La guerra de Ucrania ha hecho cerrar filas a los treinta miembros de la Alianza Atlántica y ha reforzado el paradigma de seguridad surgido tras el 11-S. La OTAN aparece como la mayor fuerza militar de la historia, pero también es un instrumento global de influencia de las políticas occidentales lideradas por Estados Unidos, desde el norte de África a Afganistán, pasando por la cuenca del Pacífico, gracias a sus lazos y alianzas con países como Australia, Corea del Sur, Japón o Colombia.
La OTAN cuenta con más de 3,5 millones de soldados y personal militar en sus filas y tiene un presupuesto anual de 2.500 millones de euros. Este monto se disparará a partir de 2024, fecha en la que los miembros de la Alianza se han comprometido como límite para aumentar su contribución nacional hasta al menos el 2 por ciento del PIB. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha anunciado que se alcanzará ese objetivo, pero de forma progresiva, ya que España no llega al uno por ciento del PIB el presupuesto de Defensa.
La cumbre que la OTAN celebrará en Madrid los próximos 29 y 30 de junio abordará la crisis ucraniana, la eventual ampliación de la Alianza a Suecia y Finlandia y, por ende, el incremento en 1.300 kilómetros de las fronteras directas de la organización militar con Rusia. También se espera marcar a Moscú como un peligro mundial a corto plazo y a China como un desafío inquietante a medio y largo plazo.
Estados Unidos aparece como líder indiscutible de la Alianza y, si bien en estos momentos la posición ante Rusia es unánime, hay grietas que podrían agrandarse, con Francia y Alemania como principales voces discordantes que reclaman un mayor protagonismo europeo en la organización.
El 4 de abril de 1949, doce países firmaron el Tratado de Washington que puso en marcha la OTAN. Los países que dieron su rúbrica al nuevo sistema de seguridad colectiva (Estados Unidos, Canadá, Bélgica, Dinamarca, Francia, Holanda, Islandia, Italia, Luxemburgo, Noruega, Reino Unido y Portugal) se comprometían a defenderse entre sí contra un agresor exterior. Pero ya tenían claro que la defensa regional era solo una de las facetas de la Alianza Atlántica y que la presión política se contaba entre sus funciones, abiertas o solapadas.
Ese enemigo externo lo personalizaba entonces la Unión Soviética, expandida a buena parte de Europa Central y Oriental tras la victoria sobre la Alemania nazi cuatro años antes. La URSS encarnaba al comunismo que era rechazado en casi toda Europa como un contrapeso también totalitario al fascismo recién derrotado. Eso no fue óbice para que en 1954 la propia URSS pidiera su adhesión a la OTAN con el fin común de asegurar la paz en el viejo continente.
En Bruselas, sede de la Alianza, se rechazó la «buena voluntad» soviética y, en cambio, se permitió la entrada de Alemania Occidental un año después. La respuesta inmediata fue la creación del Pacto de Varsovia entre Moscú y sus satélites europeos.
El último país en adherirse a la OTAN fue Macedonia del Norte, en 2020, en los Balcanes, aunque la dirección natural de ampliación de la organización ha sido siempre hacia el este, hacia las fronteras con la Federación Rusa, heredera de la URSS tras su disolución en 1991.
En 1994, la OTAN puso en marcha el programa de Asociación para la Paz, con muchos de los países que formaron la URSS, entre ellos, la propia Rusia y los principales Estados que proclamaron su neutralidad tras el proceso de formación de bloques, como Suecia y Finlandia, que ahora llaman a las puertas de la Alianza. Bill Clinton se había comprometido en 1993 ante Boris Yeltsin a que la OTAN no se ampliaría hacia el este y la garantía fue esta Asociación para la Paz.
Ya en 1990, varios líderes occidentales -entre ellos, George Bush padre, Margaret Thatcher, Helmut Kohl o François Mitterand- dieron su palabra al entonces líder soviético, Mijaíl Gorbachov, de no ampliar la OTAN hacia las fronteras rusas. No fue así.
En 1999, Hungría, Polonia y la República Checa se unieron a la Alianza. Cinco años después lo hacían Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Rumania y las ex repúblicas soviéticas del Báltico: Estonia, Letonia y Lituania. Estas últimas incorporaciones desataron la ira de Moscú, que veía traicionado el apoyo mostrado a la invasión de Afganistán a finales de 2001 por Estados Unidos y fuerzas de la OTAN en la Operación Libertad Duradera, después de los ataques terroristas de Al Qaeda en Nueva York, el 11 de septiembre.
En Afganistán, las tropas de la OTAN siguieron presentes entre 2003 y 2014, en el marco de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF).
No era la primera vez que la OTAN sacaba sus tropas fuera del ámbito atribuido por el Tratado y jugaba así en el tablero internacional. La OTAN participó en la Operación Fuerza Deliberada contra Serbia en 1995, durante la guerra de Yugoslavia. En 1999 lanzó la Operación Fuerza Aliada también contra Serbia en medio de la crisis de Kosovo.
En 2011, la OTAN participó en la guerra civil libia, con la preservación de una zona de exclusión aérea y para garantizar el embargo de armas decretado contra el régimen de Muamar el Gadafi. Sus más de 9.500 ataques aéreos fueron criticados en el seno de la OTAN por muchos de sus miembros, pero de nuevo quedaba claro que el ámbito de acción de la Alianza no se reducía al teatro geopolítico europeo sino al marcado por Washington.
La cooperación en estas operaciones con las fuerzas armadas de regímenes árabes con intereses en la zona y con un deficiente historial democrático, como Qatar o Emiratos Árabes Unidos, dio más munición a quienes veían en la OTAN una fuerza de presión militar y política de Estados Unidos que escapaba a los controles mínimos de la ONU y de los parlamentos y sistemas judiciales europeos.
La «errática» expansión de la OTAN hacia el este
El enfrentamiento con Rusia a raíz de la expansión hacia el este de la Alianza Atlántica tuvo uno de sus momentos álgidos en febrero de 2007. El presidente ruso, Vladímir Putin, manifestó ante la Conferencia de Seguridad de Múnich que el acercamiento de la OTAN hacia sus fronteras constituía «una provocación» que dinamitaba la ya endeble confianza mutua y obviaba las garantías mínimas de seguridad ofrecidas a Moscú tras la disolución del Pacto de Varsovia en 1991.
Putin repetía las observaciones que habían hecho años atrás prominentes expertos de Estados Unidos, ligados incluso a la lucha de la Guerra Fría y muy críticos con la URSS, como el diplomático e historiador George F. Kennan. En 1997, Kennan fue contundente: la expansión de la OTAN a los antiguos países de la órbita soviética es «un error estratégico de proporciones épicas». Lo corroboró Jack F. Matlock, otro halcón de la diplomacia estadounidense y embajador ante la Unión Soviética entre 1987 y 1991: «La expansión de la OTAN fue la peor torpeza estratégica cometida desde el final de la Guerra Fría».
El año 2008 fue otro de esos hitos del emponzoñamiento de las relaciones de la OTAN con Rusia. Con respaldo estadounidense, Georgia y Ucrania presentaron en Bruselas su solicitud de ingreso en la Alianza. El primer resultado de esta apuesta fue ese mismo año la guerra de Georgia, por la levantisca región de Osetia del Sur, que se saldó con la derrota ante el ejército ruso, garante de los osetios.
El segundo efecto ha sido la actual guerra de Ucrania, que pasó antes por la revolución del Maidán en 2014, la anexión rusa de Crimea y la separación de facto de las regiones prorrusas del Donbás, donde hoy día tienen lugar los combates más duros.
Por cierto, la invasión de Ucrania se produjo medio año después de que Estados Unidos y Ucrania firmaran el 1 de septiembre de 2021 una Declaración Conjunta de Asociación Estratégica destinada a hacer imparable la integración en la OTAN, algo considerado por Moscú como inaceptable en cualquier circunstancia.
El actual secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, lo ha dejado claro en vísperas de esta Cumbre de Madrid: «Rusia ya no es un socio, sino una amenaza para nuestra seguridad, para la paz y para la estabilidad». Ahora, de la duración de la guerra y del aguante de Rusia y Europa ante su desgaste bélico y económico, dependerá el que la OTAN pueda consolidarse como el único gran bloque militar del siglo XXI y mirar hacia otros horizontes de expansión. Horizontes que coincidirán siempre con la hoja de ruta de Estados Unidos, como ha sido hasta ahora.