Últimamente me preocupan más según qué gentes de izquierdas que, de tan políticamente correctas, acaban siendo más de derechas que los de derechas. Intentaré explicarme: en la sociedad machista de los ochenta, con los socialistas recién llegados al poder, muchos de sus votantes no tardamos en percatarnos de que habíamos sido timados. Habían ganado por mayoría absoluta, contaban con el apoyo de millones de personas ilusionadas con ver desaparecer la maldición de tantos años de derecha, pero rápidamente pudimos comprobar que eran mucho menos de izquierdas de lo que en principio parecían.
Felipe González ganó las elecciones del 82 porque nos engañó, aunque muchos tardaran años en advertirlo. Se dieron todas la circunstancias para que les pusiéramos el poder en bandeja y se dispusieran a desmantelar más derechos sociales que prebendas franquistas. Cuando esto resultó ya del todo evidente fue al final de la primera legislatura, la noche en que el presidente apareció en televisión, pocos días antes del referéndum OTAN, para chantajearnos sin rubor alguno. O votan que sí a nuestra entrada en la Alianza Atlántica, o ahí les dejo. Pues vete, pensamos muchos, pero se ve que no los suficientes.
Al apostar por el sí acabamos respaldando lo que hacían y lo que continuarían haciendo: cambiar sus vidas a mejor mucho antes que las del resto de la ciudadanía, por mucho que modernizaran la sanidad, construyeran carreteras y nos hicieran creer que estaban cambiando la educación mientras aumentaban las prebendas de la iglesia católica. Cambiaron de casa, coche y compañera. «Las tres ces», lo llamábamos. Escandalosa metamorfosis que encabezaron Guerra, Boyer, González, Bono, Solchaga y demás dinosaurios que a día de hoy aún continúan sacando la patita de vez en cuando para dificultar la pelea por los derechos laborales y sociales que aún quedan pendientes.
Socialistas diez o quince años más jóvenes que ellos, que ahora cuentan entre los sesenta y los setenta años, continúan aún partiendo el bacalao en muchas instituciones. Son estos quienes intentan a día de hoy perpetuar ese legado. La cantera de socialistas jóvenes es escasa así que, en el caso de que Pedro Sánchez se propusiera sacarse de encima a tanto vestigio del viejo aparato, cosa que tampoco está tan clara, la escasez de recambios se lo impide. Por lo general son gentes que odian a Unidas Podemos desde que nació, que gustan de los mejores vinos en los mejores restaurantes, que se codean con lo mejor de cada empresa, de cada banco…
Rozando la edad de la jubilación, adoptan los modos y maneras de sus ya octogenarios precursores. Dispuestos a pactar con el PP todo lo que haga falta, andan lamentando por las esquinas que el fracaso de Ciudadanos les impida contar con ellos. Algunos la lloran más incluso que los propios militantes y antiguos simpatizantes del partido naranja. Así son esos socialistas que reclaman ser reconocidos de izquierdas al tiempo que aplauden a rabiar cuando El País llama a Pablo Iglesias desleal o insensato sin escrúpulos a Pedro Sánchez.
Por eso cuesta tanto que las cosas se muevan como imaginábamos que podría hacerse cuando en enero del 20 se conformó el Gobierno de coalición, por eso cuesta tanto avanzar en la reforma laboral, en la ley mordaza, en el salario mínimo, en las pensiones, en la reforma del poder judicial. Porque en el fondo, dentro de las propias filas socialistas, existe un buen porcentaje que está contento con esa lentitud y sueña con el día en que el Gobierno de coalición salte por los aires.
Así fue desde el minuto uno de la pandemia, así fue a la hora de los presupuestos, cuando dentro del PSOE se demonizaba el apoyo de ERC y Bildu casi más que desde las filas del Partido Popular. Están dentro y ejercen el poder al viejo estilo, con los modos y maneras de sus papaítos ahora jubilados, sin disimular lo mucho que les molesta el matrimonio de conveniencia con Unidas Podemos.
Seguirán intentando quitárselos de encima sin darse cuenta que Podemos no es Ciudadanos, que lo que los ha llevado al gobierno y a conseguir mejoras que los socialistas solos nunca hubieran promovido es que parten de una tradición política muy potente, de unas ideas que costaron la vida a muchos de quienes lucharon por defenderlas. Ahí está la clave, en que Podemos es la propia voz de la conciencia de quienes se dicen socialistas sin serlo en absoluto.
Hay cosas en España que tenían que haberse cambiado en los ochenta, que desde entonces se van dejando de un día para otro y ahí estamos, manteniendo privilegios y costumbres que debían haber desaparecido, como mucho, el mismo día en que firmamos la entrada en Europa, en el verano de 1985. Llevan 36 años procastinando con la coartada de preguntar qué dice la ley, aplicarlo e ir posponiendo cambios prometidos en cada campaña electoral y nunca cumplidos.
Pues no, queridos socialistas acomodaticios, no se trata de preguntar qué dice la ley, sino de ponerse a cambiar las cosas de una vez. Y los cambios básicos se resumen en dos, menos desigualdad y menos injusticia. Fácil, ¿verdad? Pues parece que no hay manera.