Dicen que mató a 650 mujeres para bañarse en su sangre e inmortalizar su belleza. Brujería, sadismo y excesos de una aristócrata poderosa.
Gabriela Zanguitu
Como todas las mañanas, abrió la pequeña rendija de la puerta para pasar la escasa ración de comida diaria. Pero esta vez, la mujer no extendió sus manos para recibirla. Ella estaba tirada en el piso de la habitación, muerta. El malestar que había sentido la noche anterior y al que nadie había prestado atención había hecho lo suyo.
Era el 21 de agosto de 1614. Erzsébet Báthory, la condesa sangrienta, se había ido de este mundo para convertirse en leyenda.
Despiadada y cruel, se dice que la aristócrata húngara mató a 650 niñas y jóvenes para bañarse en su sangre y así perpetuar la belleza de la eterna juventud.
El número, que nunca fue comprobado, la hizo ganadora del ingrato récord de ser la mayor asesina serial de la historia.
Un retrato de Erzsébet Báthory realizado en 1585. Foto: Wikipedia/Dominio PúblicoPero hay más. Hay castillos tenebrosos, oscuras salas de tortura, relaciones lésbicas, rituales de magia roja, brujas y un -también incomprobable o muy lejano- parentesco con Vlad Tepes, el príncipe que inspiró el personaje de Drácula.
El que sigue es un relato que confunde mito y realidad; en el que la precisión histórica se diluye entre datos escabrosos que siempre conviene exagerar, escenarios de fábula y los prejuicios de una época en la que una mujer poderosa (y empoderada) sólo podía generar enemigos.
Tradición sanguinaria
Del clan de los Gutkeled que llegó a la llanura húngara a mediados del siglo XI, una familia superó en ferocidad al resto, ya de por sí brutales. Era la familia Báthory.
Su escudo lo sintetiza: contiene la imagen del dragón -al que aseguraban que había derrotado el patriarca, Vitus Báthory- y tres dientes que representan las heridas de lanza con las que había logrado destruir al mitológico animal.
En ese árbol genealógico complejo, con ramas entrecruzadas, antepasados de locura y linaje de alta alcurnia transilvana, el 7 de agosto de 1560 nació en el Reino de Hungría la más célebre de los Báthory: Erzsébet.
Ella misma producto de la relación endogámica entre los primos Anna y George Báthory, hoy sabemos que era epiléptica. En ese entonces, era una señal del mismísimo demonio que la hacía sacudirse y le producía intensos dolores de cabeza.
Educada por demás para la época, su universo mezcló desde siempre barbarie y refinamiento, ciencia y superstición. De formación religiosa, hablaba griego, latín y alemán; pero también practicaba la alquimia y el esoterismo.
A los 11 la prometieron a Ferenc Nádasdy, un conde 5 años mayor, y a los 15 se casó con él. Pero antes de la opulenta boda a la que asistieron más de 4.500 invitados, tuvo varios amantes y un hijo, que le fue quitado y criado por campesinos.
Amor, conveniencia y silencio
Como regalo de bodas, Erzsébet recibió por parte de su marido algo muy especial: el imponente castillo de Csejthe, en la actual Eslovaquia. Era la manera de asegurarle una herencia en tiempos en los que todo quedaba para los descendientes varones.
Mientras Nádasdy peleaba en el frente contra los otomanos, ella administró con lucidez y destreza los bienes y propiedades del matrimonio. Tardaron 10 años en tener a su primera hija, luego nacieron dos niñas más y un niño.
Ambos tuvieron amantes y cometieron excesos. Juntos, también, amasaron una gran fortuna gracias a los tesoros de la guerra. Obsesionados con el satanismo, tenían más en común de lo que habían imaginado en un comienzo.
La tortura era la forma en la que, coincidían, debía impartirse justicia. Como en el de todos los nobles de la época, los azotes y la crueldad eran moneda corriente en su castillo.
Pero los Báthory habían superado los límites. En sus dominios, los martirios variaban con el clima: en invierno enterraban a sus víctimas en la nieve; en verano las untaban con miel y las dejaban al designio de las abejas.
Quién era el más cruel de los dos, nunca se supo. Pero a él lo llamaban “el Caballero Negro de Hungría” por la violencia que ejercía adentro del campo de batalla. Y afuera también.
Ferenc falleció en 1604. La versión gloriosa cuenta que sucedió luchando en el frente; la otra asegura que lo apuñaló una prostituta. Si bien desde hacía unos años ya corrían rumores sobre la muerte de jóvenes alrededor de Erzsébet, si su marido supo algo, se lo llevó a la tumba.
Brujería, asesinatos y magia roja: el rito iniciático
Según la ¿leyenda?, después de quedar viuda su sadismo superó límites insospechados. Tenía 44 años y miedo a envejecer.
Se deshizo de amigos y acólitos del finado marido y comenzó a rodearse de personajes tan grotescos como perversos para que la acompañaran en su lujuria.
János Ficzkó, un enano, era el encargado de reclutar a las jóvenes; las criadas Ilona y Dorottya, las encargadas de las torturas; y Anna Darvula, una anciana bruja, devino su principal consejera.
La historia cuenta que un día, una sirvienta adolescente le tiró del pelo mientras la peinaba. Enojada, Erzsébet le dio una cachetada.
De la nariz de la doncella brotó sangre y unas gotas cayeron sobre la piel de su ama, que creyó ver que en esa zona las arrugas habían desaparecido y que recuperaba la suavidad.
Fascinada por el milagro, consultó a sus brujas. Fue la malvada Darvula la que le habló de los beneficios de los rituales de magia roja: los baños en sangre virginal para mantener viva su belleza.
De inmediato les ordenó a sus criados que desnudaran a la joven, la degollaran y volcaran toda su sangre en un recipiente. Casi en un rapto de demencia, como desorbitada, esparció el líquido sobre su cuerpo y luego lo bebió.
A partir de ese momento, la escalada de violencia sólo fue en aumento. El ritual se multiplicó por cientos. Y cada vez de manera más salvaje.
La cumbre del sadismo
En los siguientes seis años, hasta 1610, sus servidores se vieron obligados a atrapar niñas de entre 9 y 16 años para sacrificarlas y desangrarlas. Las engañaban ofreciéndoles trabajo y comida en el castillo. Todas iban, ninguna volvía.
Como esa práctica bestial resultó insuficiente para sus degeneradas fantasías, comenzó a torturarlas, a quemarles los genitales con hierros calientes y a tomar la sangre de sus cuerpos vivos, mordiéndoles los pechos.
Sus salvajes castigos envolvían denigrantes humillaciones, mutilaciones y hasta la muerte. Cuentan que a una le cosió la boca para que no opinara más. Varias vieron como, uno a uno, les iban cortando los dedos.
Algo raro sucedía en el interior del castillo de Csejthe. Los rumores –y el miedo- comenzaron a circular entre los lugareños. Es que llegó un momento en el que ocultar los cientos de cadáveres se convirtió en un gran problema.
A veces los metían bajo las camas, pero el hedor era tan insoportable que tuvieron que llevar los cuerpos hasta un campo cercano a la ciudad.
Cuando comenzaron a escasear las mujeres pobres de los alrededores, Erzsébet ideó una especie de internado para formar a las doncellas de la nobleza en los secretos de la vida de alcurnia. Cada tres semanas, una moría. Ese fue el primer paso en falso.
Hasta que una de las jóvenes logró escapar de la fortaleza y relató, en detalle, los horrores que ella, y muchas otras, habían sufrido detrás de esos inmensos muros.
Eso fue lo que accionó definitivamente a las autoridades, que hasta el momento habían hecho oídos sordos ante la desaparición sólo de niñas pobres en territorios de un apellido poderoso.
El juicio
El Rey Mathías II de Hungría le ordenó a un primo de la Condesa, el conde Jorge Thurzó, investigar los secretos del castillo. El noble y sus hombres entraron al lugar el 30 de diciembre de 1610. De inmediato los sacudió un fuerte olor a sangre y muerte.
En el patio de ingreso vieron a una criada en el cepo. La habían golpeado tanto que todos los huesos de la ingle estaban fracturados. En el interior, en el salón principal, había una joven desangrada. A su lado, otra que aún estaba viva pero tenía el cuerpo destrozado.
En el calabozo hallaron algunas que aún respiraban. Muchas habían sido tajeadas, lastimadas y perforadas durante las últimas semanas. Desenterraron 50 cadáveres solamente en los alrededores. Las paredes sudaban sangre. Ni las cenizas que cubrían los pisos lograban disimular el hedor.
La condesa y su séquito de hechiceros fueron atrapados en medio de uno de sus ritos de sanguinarios.
El juicio se realizó en Bytca, en la actual Eslovaquia. Las acusaciones hablaban de canibalismo, perversiones y elevado grado de sadismo. Erzsébet, valiéndose de sus derechos nobiliarios, no compareció. Ni siquiera se declaró inocente.
Los que sí dejaron su testimonio fueron los sirvientes. Uno de sus mayordomos testificó que 37 niñas y jóvenes de entre 11 y 26 años habían sido asesinadas en su presencia.
Otros confesaron que además de las orgías de sangre, la condesa organizaba bacanales de sexo con sus sirvientes. A veces participaba; a veces observaba las escenas sentada frente a un espejo vestida de blanco.
La cantidad exacta de muertes se desconoce. “Solo Dios lleva la cuenta de todos sus crímenes”, declaró un antiguo sirviente. Una criada aseguró haber visto escrita la cifra de 650 víctimas en un diario personal de la condesa que, sin embargo, nunca apareció.
El enano fue decapitado y luego incinerado; Ilona y Dorottya ardieron en la hoguera.
La condena y el final
“Tú, Erzsébet, eres como un animal salvaje. Estos son tus últimos meses de vida. No mereces respirar el aire que hay en la tierra, no mereces ver la luz del Señor. Desaparecerás de este mundo y nunca volverás. Las sombras te envolverán y te arrepentirás de tu bestial vida. Yo te condeno Lady de Csejthe, a una prisión en vida en tu propio castillo”.
Esta fue la pena que el conde Thurzó le impuso a su prima. Era el año 1611. Desde ese momento y hasta su muerte, vivió confinada en una habitación cerrada, sin puertas ni ventanas. Sólo tenía una pequeña rendija para pasarle comida. Nunca más vio la luz.
Cuando falleció, tres años después, el suyo se convirtió en un cadáver incómodo. El pueblo no quiso que fuera sepultada en la iglesia local; su cuerpo tuvo que ser trasladado a la cripta de la familia en otra ciudad. Se prohibió mencionar su nombre.
De nada sirvieron las pócimas y conjuros. Murió sola, oscura, rodeada de sus propios desechos. El peor final para alguien que buscaba la belleza eterna.