En «Año 303, inventan el cristianismo» (Ediciones Alta Andrómeda) el investigador Fernando Conde Torrens defiende la tesis de que toda la historia del cristianismo se fraguó y se redactó entre ese año y el 313. Nunca hubo nada previamente, sino que todo es una invención que podría calificarse de literaria.
Todo esa historia, cimentada en lo que en la terminología cristiana se conoce como Nuevo Testamento, la escribieron dos personas a las órdenes de Constantino: Lactancio (considerado por sus biógrafos como un panegirista cristiano) y el historiador Eusebio de Cesarea, señala Conde.
A juicio del investigador, «Jesucristo es un invento literario de Lactancio. Es tan real como Don Quijote, Supermán o Luke Skywalkwer, es un personaje de ficción».
«Como regla general, que se hable por primera vez de un personaje famoso trescientos años después de existir éste, sin testigos coetáneos ni intermedios del mismo, plantea una duda muy seria sobre la historicidad de tal personaje. Sin duda, Eusebio tomó un arquetipo de verosímil factura, no iba a elegir un ser incompatible con su tiempo», afirma Conde.
De hecho, Conde va más allá en su tesis de lo que ya apuntó en el siglo XVIII el historiador inglés Edward Gibbon (1737-1794) en su monumental «Historia de la decadencia y caída del Imperio romano», cuando hace una revisión crítica de las fuentes oficiales cristianas, en particular en lo tocante al periodo de las persecuciones, cuyo alcance y virulencia reduce.
Gibbon sostiene que los cristianos recibieron notable tolerancia por parte de los ciudadanos paganos romanos e incide en que el cristianismo es en buena medida uno de los causantes de la caída del Imperio romano, en particular tras su adopción por Constantino como religión oficial en virtud del Edicto de Milán (313).
En este sentido, Conde subraya que «no hubo persecuciones ni mártires; ni Nerón quemó a nadie, ni Diocleciano persiguió a nadie».
«No hubo ‘persecución sistemática de cristianos’», entre otras razones -argumenta- porque «no existían físicamente, sino solo sobre el papel».
El estudio de Conde se basa y pretende concluir una investigación iniciada en 1850 en la Universidad alemana de Turingia con la que se trató de esclarecer la autoría de los textos sagrados del cristianismo.
A mayor abundamiento, Conde niega la existencia de un personaje fundamental en la historiografía y la teología cristiana como es San Pablo, el llamado «apóstol de los gentiles».
«Pablo no existió en absoluto. Es obra exclusiva de Lactancio, y en Pablo solo hay barbaridades y moral elemental», afirma.
En su libro, presentado en forma de ensayo novelado con un amplio anexo lleno de documentos y textos escritos en griego, Conde indica que si Lactancio fue el creador de la nueva religión, Eusebio se opuso a la falsificación y preparó los textos para dejar huellas de que todo era un invento.
En este sentido, Conde revela las técnicas empleadas por Eusebio para avisar al lector de que se encontraba ante una falsificación.
Entre esas técnicas, señala el investigador, se encuentran la doble redacción, las estructuras en ambas etapas de la redacción y, muy particularmente, los acrósticos, mensajes ocultos que el autor de un texto coloca al comienzo o al final de una frase, con firmas como «SIMÓN».
Conde disiente con la idea de que su libro sea una nueva obra apologética del ateísmo o del agnosticismo, como ya otros muchos autores han hecho, partiendo para ello del estudio crítico de los textos cristianos.
El investigador sostiene que su obra «es una invitación al Conocimiento», entendido como el logos griego.
«Hay en el Nuevo Testamento algo del Conocimiento de los griegos, menos del 10 por ciento, que está, además, mal traducido. Hay moral elemental, sobre todo en las Epístolas paulinas, otro 10 por ciento. El 80 por ciento restante son barbaridades doctrinales», señala.
«Occidente se merece más Conocimiento, y bien traducido, no ese escaso 10 % por ciento», recalca.